La época ideal para sentarse en la terraza del bar La Pequeña Bocana es en septiembre. Y si además coincides con el navegante Carlos Hacksaw (me parece que es así como se pronunciaba su apellido), mucho mejor. Texto e ilustración de Isidro Martí Férriz
Hacía tiempo que no coincidía con Carlos. Sus prolongados embarques lo mantienen alejado de nuestros pantalanes. A veces, incluso, desaparece largas temporadas sin que sepamos exactamente dónde ha estado. Suponemos que navegando.
Carlos me cae bien: supera la cincuentena y sigue trabajando en el mar. Traslados, chárteres y algún que otro trabajo de mantenimiento en tierra. Ahora que lo pienso, y según unos cálculos más apurados, estará más cerca de los sesenta que de los cincuenta. Y continúa navegando. No se ría, querido lector: conozco a muchos que devoraron millas y libros y ahora han cambiado las escotas por los palos de golf. No lo ha dejado por cansancio, ni por obligaciones familiares, ni por achaques físicos. Como les digo, le sigue gustando navegar. A su edad. Según nos comenta, ha finalizado la temporada. Este año le ha tocado navegar por las Islas Baleares. Parece que hoy está locuaz, por lo que inicia su conversación como suele, con una pregunta:
—¿Sabes lo que más me ha sorprendido después de dos meses seguidos navegando sin descanso por Menorca y Mallorca? Comenta después de degustar el primer sorbo de cerveza helada.
No le contesto. Sé que dejará pasar unos segundos y arrancará con sus recuerdos:
—Esta campaña no me ha garreado nadie encima. La incidencia ha sido más sutil, más ambigua. Puedo aguantar algún que otro cliente antipático, nervioso, falto de mano izquierda. Conozco también muy bien al clásico patoso que siempre aparece en el barco. Los patosos, en el fondo, son entrañables. No es culpa suya, a veces te ponen de los nervios, pero les valoro el hecho de que les gusta navegar, y se esfuerzan, mientras derraman la botella de aceite en la sentina o atascan el aseo. Incluso tolero los que fondean mal, o montan el espectáculo en las maniobras de atraque, sobre todo si se dejan ayudar. La navegación se ha popularizado, y eso nos ha de hacer felices. Pero este verano me ha pasado algo que nunca me había sucedido:
Fondeado tranquilamente en una cala de la costa de Tramontana, un velero similar al mío lo hace demasiado cerca de mi amura de estribor, titubeando, calculando mal, y quedándose a la gira en una posición demasiado al límite de mi barco. Si el viento refresca o se producen bruscos roles, podemos tener problemas. El patrón, en lugar de levantar el fondeo y rectificar de inmediato, embarca decididamente en la auxiliar con su delgada y joven pareja y no pestañea mientras se acerca a mi aleta y se despacha preguntándome si pienso pasar la noche en el fondeadero. Mostrando una de mis expresiones más cándidas, le confirmo que sí, que mi idea es dormir en el fondeadero. No disimulan su cara de decepción y, sin apenas despedirse, siguen en su auxiliar rumbo al chiringuito de la playa. Ellos comerán en tierra. Nosotros, a bordo.
Vuelven horas después y, claro, levantan el fondeo y corrigen la posición, donde no molestan a nadie. No le hubiera dado más importancia si al día siguiente no se hubiera repetido la misma escena, con otro barco similar, aunque de diferente bandera y una pequeña variante que superó la anterior:
Otro fondeadero. Otro barco. Pareja de mediana edad. Ella más joven, y más delgada, que él y que la del día anterior. Yo estaba en la popa dándome un baño, lo que me evitó apreciar de nuevo la errónea maniobra que dejó su popa a escasos metros de mi amura. Esta vez no se acercaron en un auxiliar, lo hicieron en un paddle surf. Todo encaja: ella era, como he dicho, más fibrosa pero no por eso menos atractiva. Le preguntan a mi tripulante si vamos a pasar la noche en el fondeadero, y cuando les confirma que sí, que esa es la idea del patrón, añaden que sería interesante que nos zambulléramos en el agua y observáramos nuestra ancla y cadena. Había algo en ella que no les parecía del todo correcto, y no podían dejar de comentárnoslo. Mi tripulante es educado y parsimonioso. Les dice que gracias, que se lo dirá al patrón. Pasan las horas. Vuelven del paseo en paddle. Levantan el fondeo y se colocan en otro lugar más lejano donde no molestan a nadie.
Hacksaw deja perder su vista en la línea del horizonte, mira su cerveza y le da otro trago.
—¡Dos veces la misma historia en 24 horas! Vamos a ver, repasemos: fondeo mal, y en lugar de corregir de inmediato mi error y mejorar el fondeo—le puede pasar a cualquiera—, voy al barco al que molesto y le pregunto cuánto tardará en ahuecar el ala. Y si no se da por enterado, le sugiero que, vista su cadena, ha fondeado mal, a ver si cuela. ¡Diablos! Hacía tiempo que no coincidía con dos tipos tan avispados en tan poco tiempo. Y el segundo con modalidad añadida de perdonarme la vida.
Llevo más de 35 años en esto —suspira— desconocía esta nueva modalidad. Quizás la aprenden en ciertas escuelas especializadas, o se transmiten conocimientos en reuniones online. Presionar al que lo ha hecho bien. No tener vergüenza. Intentar demostrar algo a tu pareja. Dar clases gratis sobre conceptos equivocados… Para acabar levantando el fondeo y corregir su error sigilosamente cuando la brillantísima estrategia ha fracasado.
Vuelve a quedarse silencioso y añade, meneando la cabeza en la que escasea el pelo desde hace ya años. Luego sentencia:
—A este paso las cosas no pueden acabar bien.
—¿Por qué? Le pregunto en lo que intento sea una mínima intervención.
—Porque son mal educados, intentando simular lo contrario, con esa impertinencia del listo que se hace el tonto que me pone tan nervioso. Pero en definitiva son blanditos.
Carlos apura el último sorbo de cerveza, se levanta y masculla:
—La tuya ya está pagada.
Se aleja sin apenas girarse y mientras se coloca el gorro de ala ancha, sentencia:
—Todavía hay esperanza, quizás en el mar, con los años, aprendan algo…