Para navegar es necesario adquirir unos conocimientos previos. Después de muchos años y bastantes millas dejadas por popa, uno empieza a reflexionar sobre lo que le ha enseñado el mar y la navegación. ISIDRO MARTÍ
Prevención. Iniciar una travesía obliga a pensar en todo lo necesario para la misma, porque a medio camino no hay gasolineras donde recargar el tanque, comprar unas gafas de sol o tomar un café. Tampoco hay aseos públicos. El navegante saldrá con los depósitos de agua y combustibles llenos, comida suficiente y bien estibada, además de todo el material necesario para reparar o mantener al barco y su tripulación: botiquín, repuestos y alguna pieza de recambio.
Previsión. El navegante consultará previamente los partes meteorológicos, las cartas náuticas y los derroteros antes de iniciar una travesía. Organizará la tripulación para poder disponer de ayuda en las guardias nocturnas, la cocina, la limpieza, y para las múltiples tareas que requiere el barco, como el control de baterías, gasto de combustible, ahorro del agua dulce, y reparto de los alimentos de forma escalonada y lógica, además del cuidado del material de seguridad.
Pedagogía. Una vez planteados los dos puntos anteriores, será necesario que el navegante explique, enseñe y practique con su tripulación cómo se realizarán las maniobras de atraque, a motor o a vela, el uso de la radio y su llamada de emergencia, la disposición de todo el material de seguridad: chalecos, aro salvavidas, balsa, radiobaliza.
Educación. El buen navegante es educado, porque así marca el tono a toda la tripulación. La educación evita muchas discusiones y reprimendas, porque facilita y promueve el auto control, y así, el que cruza la línea se retrata por sí solo.
Convivencia. Los espacios a bordo son reducidos, la escora reduce la movilidad de la tripulación, y para acabarlo de arreglar están los balances y las cabezadas. Es imprescindible respetar los espacios. Orden. Es una derivada lógica del punto anterior. El buen navegante es sin duda ordenado a bordo, en su camarote, con su ropa, en el uso de la cocina y el aseo. No menciono la higiene porque se da por supuesta.
Respeto. Las condiciones de calor, frío, humedad, mareos, incluida la escasez de lujos, el agua potable, hace que los ánimos se encrespen con facilidad. Introducir el concepto de respeto entre la convivencia y el orden ha forjado grandes amistades en muchas tripulaciones. Si el navegante quiere respeto ha de mostrar respeto.
Ahorro. Nada es infinito en un barco. En tierra llegamos a creer que el agua lo es, la luz, el gas, el hielo, la conexión a la red, el aire acondicionado. A bordo todo se acaba, incluso el combustible del generador que alimenta la potabilizadora. Y si no se acaba, tiene la puñetera manía de averiarse en el momento más insospechado o necesario. Este punto es subsiguiente al de pedagogía: el navegante explicará a su tripulación el concepto de ”finito”. Se puede alargar, pero para eso hay que ahorrar; desde las cervezas frías al chocolate, pasando por el agua de la ducha y finalizando en el combustible.
La importancia de todo
Navegando no he aprendido lo que es la prevención o el ahorro. He aprendido la importancia de los mismos. En el mar he aprendido lo que es la generosidad, porque la he visto en los demás antes de sentirla yo mismo. La solidaridad, entre tripulantes con problemas, hacia otras tripulaciones en apuros, en puerto, con otros navegantes que necesitan que les lancen un cabo, porque en los lugares lejanos es donde a veces se necesita humanidad y ayuda. He vivido lo que es la inquietud, la inseguridad, el frío y el calor extremos, lo delicioso que sabe una fruta fresca después de 42 días de mar.
He aprendido que todo tiene un inicio y un fin, que sabes cómo empieza la travesía pero nunca aciertas a adivinar cómo acabará. A saber lo que puedo dominar y lo que no, a negociar con fuerzas descomunales que te superan, que pueden aplastarte o pueden llevarte a puerto surfeando olas gigantescas. Que esa velocidad te puede salvar pero también puede ser letal si no eres experto al timón. Y confianza, confianza de ver a lo que te enfrentas, porque el mar muestra su cara, su color, su olor con total desvergüenza, con desfachatez, porque es el aliado del viento, un enemigo invisible que lo transforma, le desencadena la ira. Las nubes, la lluvia, la humedad, las trombas de agua, son un decorado de ópera que conjugan mar y viento, para que el navegante muestre el debido respeto. ¡Ah! Me olvidaba del trueno, el rayo y el relámpago. Pequeños detalles sonoros y lumínicos. Te viene de cara, aparece en el horizonte.
Es imposible no verlo, ignorarlo. Por fin el mar, la navegación, me ha mostrado los secretos de la belleza, el espectáculo salvaje que sólo unos pintores y pocos fotógrafos han sabido plasmar. Un secreto que está ahí, pero que para conocerlo tienes que dejar por popa muchas, muchas millas, familia y amigos. ¿No lo he dicho todavía, verdad? El miedo. ¿He aprendido lo que es el miedo navegando? Después de navegar más de cuarenta años todavía no sé responder con exactitud a esta pregunta.
Los grandes temporales los sufrí de joven, cuando no tiene ningún mérito no tener miedo por la sencilla razón de que no se sabe lo que es. Todo va demasiado deprisa, tienes que actuar para arriar esa vela o tomar el rizo sin cometer errores. Estás demasiado ocupado. Pero no se lo digáis a nadie. Con la edad uno aprende que el miedo aparece donde menos te lo imaginas, de quien no te lo esperas. El miedo nace cuando quieres a otras personas, cuando te haces responsable de familiares, pareja, amigos, no digamos hijos. El miedo real es a la enfermedad, al dolor de las personas que estimas, al futuro de un mundo que está definitivamente desquiciado. Miedo he tenido en tierra, donde todo buen navegante ha aprendido que es donde se pierden los barcos. Y algunos hombres.