Texto e ilustración de Isidro Martí Férriz
¿Qué ocurre tras cruzar la línea de llegada después de realizar una larga regata, o tras una travesía oceánica complicada y recalar en puerto seguro? Nuestro viejo conocido nos lo explica.
Largamos amarras en el puerto de Arenys de Mar. La travesía se presentaba tranquila porque el parte meteorológico era bueno, aunque estuviéramos en invierno. Las costas mediterráneas ofrecen estos días fantásticos para lo que, aunque haga frío y el sol se ponga muy temprano, sigue siendo un placer navegar. Los romanos cerraban el tráfico marítimo en los meses de invierno, porque no disponían de la información que tenemos actualmente, y sabían que los repentinos cambios de tiempo de su Mare Nostrum podían hundir flotas enteras.
Nuestro plan era tranquilo. Fondear en el puerto de Sant Feliu de Guíxols, pasar la noche y volver a Barcelona. Entre los cuatro sumábamos más de 250 años, por lo que lo importante era confirmar que el suquet de congrio con patatas que cocina Carlos sigue estando tan exquisito para el paladar como de costumbre. La nevera del barco estibaba algunas botellas de vino blanco y en la sentina seca se acumulaban algunos tintos sabiamente guardados para casos de emergencia.
El plan era, pues, perfecto. Para la travesía de vuelta contábamos con unas berenjenas rellenas y gratinadas que podían acompañar perfectamente el embutido que aportó Manel de su tierra natal, Olot. Tras comprobar con satisfacción que este material de seguridad cumplía con la normativa vigente, guardamos una pequeña caja de puros en la mesa de cartas. Nunca se sabe cuándo se pueden necesitar para los cálculos astronómicos.
Las condiciones eran ideales para charlar, arreglar un mundo que seguía metiéndonos prisa, pero que la veteranía de la tripulación y su experiencia le daba recursos para sortear los temporales desatados en tierra, entre compañías aseguradoras, bancos, caixas y demás empresas insignia.
Excepto Manolo, el más joven de la tripulación, el resto ya teníamos una bota en la jubilación o estábamos cerca de ella. Mientras Jesús explicaba la sorpresa que le producía el repentino interés de los jóvenes en cederle el asiento en el autobús, Carlos se sirvió otra copa de vino y comenzó a recordar su travesía desde Japón hasta las Aleutianas.
El barco era un velero de ferro cemento que había adquirido un conocido de Barcelona en el país del sol naciente —arrancó Carlos tras dar dos caladas a su corona H. Uppman— ¿Qué cómo se había llegado a esa situación atípica de finales de los años setenta? Muy sencillo: dicho arriesgado compatriota había estado viviendo en Japón ejerciendo de exótico artista europeo y marchante de arte de baja intensidad. Tras unos años de bohemia asiática, decidió que la mejor manera de alcanzar las costas americanas era en un velero de crucero tras navegar el Pacífico Norte. El pequeño inconveniente era que no tenía ni idea del arte de la navegación. Estamos hablando de unos años en los que, como sabéis, no había GPS, ni piloto automático eléctrico ni Inmarsat ni Iridium. Sextante, piloto de viento, una buena corredera Walker era de lo que disponíamos para alcanzar las costas de Alaska.
Una cosa es que no supiera navegar y otra es que fuera tonto. Fichó a un experto navegante del Real Club Marítimo de Barcelona para que le ayudara a preparar el barco y acompañara en la travesía. Pero un violento temporal en el Pacífico les obligó a volver a puerto nipón y su contacto con experiencia tuvo que volver a sus obligaciones terrestres en Europa.
A veces el destino llama a tu puerta. Yo tenía 26 años, había participado en varias regatas de la Fastnet con temporal incluido y ya había dado tumbos por el Mediterráneo transportando veleros. El barco estaba relativamente bien. El anterior patrón había hecho un buen trabajo, pero las cosas se habían torcido. Nos esmeramos algo más y soltamos amarras con una buena capota de protección en el tambucho, un robusto piloto de viento y provisiones para bastantes días. La isla de Hokkaido quedó por popa.
Tras semanas de vientos fríos, humedad y persistentes nieblas fondeamos en la isla de Attu en las Aleutianas con el barco entero y la tripulación en forma. Mi repaso de los cálculos con la Tablas Rápidas Americanas había funcionado y el sextante compaginado con la navegación de estima dieron sus frutos. Nada más bajar a tierra subí paseando a un alto que coronaba el fondeadero y contemplé la espectacular vista. Lo había conseguido, había superado las dificultades, las discusiones en el astillero antes de salir, los vientos y las corrientes, la niebla que es uno de los meteoros que más detesto, las violentas mareas en la costa pacífica. La convivencia durante semanas, la sensación inevitable del mareo de los primeros días. Hoy me doy cuenta que estaba en un momento cumbre de mi carrera profesional.
Pero tras apurar el cigarrillo ya no sentí nada más.
Todos los meses de preparación previa en Barcelona, confeccionando listas, consultando con otros navegantes expertos —eran los años setenta, no abundaban en exceso—, repasando los cálculos astronómicos, la estancia en el astillero antes de partir, las ganas de llegar a tierra tras días y días sin poderte cambiar de ropa, se desvanecieron como en una suave brisa térmica que apenas levanta las hojas del suelo.
Mientras lo preparas todo crees en el fondo que hay un premio final, un reconocimiento. Y tras la primera gran aventura de tu vida ves que no hay nada, que el placer ni siquiera dura horas. Que de repente el mundo real te acorrala en la rutina y que el pasado, pasado está.
Ha oscurecido en el puerto de Sant Feliu. Encendemos las luces. Antes de que sea tarde, rescato otra botella de la sentina y le aplico el sacacorchos. Tras su clásico silencio, Carlos remata su narración:
“No me quejo, he navegado muchas millas más, pero allí aprendí que no hay nada tras la línea de llegada. Quizás otra aventura, hasta que se recale en el último fondeadero. Pásame la botella”.