Casi al mismo tiempo que el hombre pisaba la luna, unos bohemios del mar largaban amarras para encontrase a sí mismos.
Autor: Isidro Martí
Espero no equivocarme al afirmar que la mayoría de los lectores de estas páginas lo harán durante sus merecidas vacaciones, rumbo a una isla más o menos lejana, o confortablemente fondeados al abrigo de una costa hospitalaria. No voy a desgranar los avances tecnológicos que habrán utilizado para preparar y realizar sus navegaciones, pero sí que creo interesante recordar que el GPS, el piloto automático eléctrico, y los partes meteorológicos bajados de la red no han existido siempre.
Hace poco más de cincuenta años, mientras los científicos, técnicos y políticos nos demostraron que se podía llegar a la Luna, dos personajes de novela de Joseph Conrad largaban amarras para hacer su “alunizaje” personal y humano sobre el líquido elemento, el mar, que ha generado igual o más aventuras que el espacio.
Bernard Moitessier participa en la regata Golden Globe, la primera vuelta al mundo en solitario sin escalas organizada por los británicos. El navegante francés nacido en Indochina, en las antípodas del perfil de su compatriota Tabarly, es un soñador y aventurero que no olvida la velocidad y la competición, lo que le coloca líder de la regata. Si no sufre algún contratiempo o avería, ganará con autoridad, venciendo a navegantes y regatistas británicos, lo que sería un hito en la navegación oceánica del siglo XX.
No obstante, en una decisión que marcaría a infinidad de futuros navegantes, cuando ya ha realizado lo más duro de la circunnavegación, incluidas las más de doce mil millas navegadas en los rugientes cuarenta del Índico y Pacífico Sur, tras rebasar el cabo de Hornos, en lugar de poner rumbo norte, hacia el buen tiempo, la vuelta a casa, la victoria y la gloria, decide seguir proa hacia el este y arrumbar de nuevo al Pacífico.
Eso representa navegar de nuevo en el Atlántico Sur, cruzar el Índico, y zamparse otras quince mil millas para fondear en sus amadas islas de la Polinesia.
SALVAR SU ALMA
Existen grabaciones y documentos donde Bernard Moitessier justifica su decisión en el hecho que vio claro que tenía que seguir hacia el Pacífico de nuevo, en lugar de remontar el Atlántico Sur y el Atlántico Norte, para ser feliz y quizás salvar su alma. Renunciaba así a un éxito seguro, a los premios en metálico, las entrevistas y la fama.
Pero ¿qué representa todo esto ante la disyuntiva de poner a tu alma a salvo? Visto así, parece claro, o al menos el navegante galo no dudó. Es fácil decirlo ahora, todavía más sabiendo que dicha decisión le dio quizás más fama, admiración y respeto de las que hubiera obtenido finalizando la regata en el primer puesto. Pero sus decisiones posteriores demostraron la coherencia de sus actos: Moitessier renunció a los laureles de Londres y París, y pasó el resto de su vida entre cocoteros, playas paradisíacas e islas con arena coralina. Salvó su alma a la vez que inspiró a miles de franceses a soñar, a comprarse un velero y poner rumbo al paraíso más cercano. Pocos llegaron al Pacífico, pero el Caribe y el Mediterráneo se llenaron de velas y navegantes en los años setenta y ochenta del pasado siglo.
EL ESCALADOR EXTRAVIADO
De una manera más discreta marca de la casa sin duda— y mediáticamente silenciosa, Julio Villar largó amarras de Barcelona en abril de 1968. “Me voy. Largo amarras. La vida es mía y la tomó por la mano para irnos por ahí. Dejo atrás todas las cosas que no me gustan. Las cosas absurdas. Los señores que prometen con gestos paternales, los sistemas que envuelven y que hipotecan las alegrías de la vida. Y tomo el camino que debo tomar, para conocer la tierra, esta tierra que es mía (…).
Me iré a pasear donde me lleven el viento y las estrellas. Nada es demasiado grande. Todo lo puedo hacer. Todo lo puedo abordar. Nada es demasiado pequeño. Todo vale la pena ser hecho. Sólo me he de conformar con ser feliz.” En los textos de su famoso libro ¡Eh, petrel! se intuye su pasado de apasionado de la montaña, que le llevó a los Alpes, entre otros, pero que tras un grave accidente que le forzó a un largo período de inactividad, decidió emprender la aventura como navegante solitario.
Tras recorrer 38.000 millas llegó al puerto de Lekeitio en 1972. En el prólogo de su libro se puede leer: “Este libro es el reflejo de mi alma”. Bernard Moitessier y Julio Villar son dos personajes que si no existieran habría que inventarlos. Como curiosidad, en la actualidad se acaba de estrenar la película basada en la historia de Donald Crowhurst, el ingeniero electrónico inglés que desapareció en el Atlántico durante la edición de la regata Golden Globe del 68. La historia es tristísima, con un recorrido de autoengaños que le llevaron, posiblemente, al suicidio.
Mediáticamente es impactante, lo que lleva, cincuenta años después, a la revisión de su dramática historia, muy de acuerdo con los tiempos que corren. Por eso creo que hoy, con toda la comprensión hacia Crowhurst y su familia, son tiempos de reivindicar a Villar y Moitessier, porque soñaron y navegaron para todos nosotros, convenciéndonos que se podía hacer, no ganar la regata ni obtener la fama. Sencillamente, hacerlo: largar amarras, dejar atrás las hipotecas, los señores que prometen con gestos paternales. Uno salvó su alma y el otro escribió un libro afirmando que nos relataba el reflejo de la suya.
Escribiendo estas líneas les rindo tributo, intento que jóvenes y soñadores actuales los conozcan, a la vez que, les confieso, una cierta inquietud recorre mi alma: ¿conseguí hacerles caso? Lo cierto es que solté amarras según su filosofía, pero quizás no he sabido librarme como ellos de las hipotecas ni de los tipos que prometen con gestos paternales. Aun así, gracias a Julio y Bernard, seguiré soñando.