Hace exactamente cuarenta años, estaba preparando los exámenes para acabar mi último curso en Marina Mercante, haciendo planes para embarcarme en verano si aprobaba todas las asignaturas o, quizás, en septiembre por si me quedaba alguna pendiente. No tenía ni idea de que estaba a punto de participar en una de las aventuras más fascinantes que se le podían presentar a un soñador, navegante y, no digamos, a una persona corriente en los años ochenta.
Texto e ilustración: Isidro Martí Férriz
Dos meses antes, había participado en la Ruta del Descubrimiento a bordo del Licor 43, en una agitadísima travesía del Atlántico que incluyó capear un huracán atípico en pleno mes de diciembre: rachas de setenta y dos nudos, barco amarinado a palo seco y a descansar hasta que pasara, como dicen los libros. Y más aún si el viento venía de proa.
En fin, la experiencia fue potente y llegamos algo retrasados a Santo Domingo, pero con el barco entero y el orgullo maltrecho: cansados y mojados, pero todavía en pie. El Fortuna Lights ganó la regata con todos los honores; optó por una ruta que esquivó la tormenta tropical y navegaba –nunca mejor dicho– a toda velocidad para realizar un gran papel en la Vuelta al Mundo, que salía en septiembre del año siguiente.
Tras una travesía desde Santo Domingo hasta San Juan de Puerto Rico a bordo del Licor 43, me subí lo más rápido que pude a un avión para llegar a tiempo de completar mis exámenes en la entonces Escuela de Náutica. Gracias a mis esforzados colegas de la universidad, pude prepararme en un tiempo récord y salí relativamente airoso de las pruebas. Adaptado a la rutina de Barcelona en invierno –recuerdo que aterricé en la Ciudad Condal con una nevada atípica en nuestras latitudes–, no les negaré que soñaba con participar en una Vuelta al Mundo, pero tendría que ser en la edición de cuatro años más tarde, y eso si tenía mucha suerte.
Para ponernos en contexto, en febrero de 1985 todavía no habíamos entrado en la Comunidad Económica Europea; no se sabía si conseguiríamos organizar los Juegos Olímpicos en Barcelona. En Madrid, había una agitación cultural y de farándula que se llamaría Movida, y en Barcelona, Mariscal dibujaba garabatos en una revista casi underground llamada El Vívora. Pedro Almodóvar no estrenaría la película Mujeres al borde de un ataque de nervios, que le daría fama internacional, hasta 1988.
Las participaciones españolas en la vela oceánica eran, entonces, pioneras y heroicas: navegantes solitarios que se pagaban sus gastos, como Juan Guiu, Enrique Vidal, Joaquín Coello y José Luis Ugarte. El Licor 43, con un esforzado patrocinador, había participado en la anterior edición de la Vuelta al Mundo, pero, tras desarbolar dos veces, perdió toda opción de clasificarse en la cabeza de la flota. Aunque el patrón –Joaquín Coello– y su tripulación demostraron temple y cabeza fría al terminar todas las etapas y clasificarse tras armar aparejos de fortuna en dos de ellas.
En 1985, ni siquiera sabíamos lo que era el ahora famoso Punto Nemo: el lugar más aislado de la Tierra, donde tienes más cerca a la estación espacial que a cualquier punto de tierra firme, con profundidades de miles de metros por debajo de tu quilla. El Punto Nemo se ha vuelto mediático en las últimas décadas, pero, aunque entonces no tuviéramos presente su peculiaridad, sí sabíamos que adentrarse en el Índico y el Pacífico Sur requería barcos bien preparados y tripulaciones experimentadas. Desde la apertura del canal de Suez y el canal de Panamá, la navegación por las latitudes australes, en los cuarenta y cincuenta grados de latitud sur, estaba reservada solo para veleros participantes en regatas de vuelta al mundo o navegantes, solitarios o no, que buscaban gestas excepcionalmente pioneras en los años sesenta y setenta del siglo pasado.
La participación española en la vela oceánica era, en los 80, heroica: navegantes solitarios que se pagaban sus gastos, como Juan Guiu, Enrique Vidal, Joaquín Coello y José Luis Ugarte.
Al anochecer del 14 de mayo de 1986, cruzábamos la línea de llegada de la regata Vuelta al Mundo a bordo del Fortuna Lights. En febrero de 1985, como les decía, no tenía ni idea de que participaría en esta regata. Tras varios giros de guion, en la primavera de 1985, Javier Visiers, director del proyecto, realizó un cambio de tripulación que colocó a Toni Guiu y Jordi Brufau como patrones del barco. Con ellos entró buena parte de la tripulación con la que capeamos el huracán en el Licor 43 seis meses antes.
A veces pienso que quizá fue esta circunstancia la que propició que aquel año pasara como un relámpago: por lo inesperado y sorprendente, pero a la vez con una normalidad y una dedicación que nos llevó a completar la regata sin ganarla –todavía no lo ha conseguido ningún barco español–, pero clasificándonos con honradez.
Antes de cruzar la línea de llegada en el Solent, entre la isla de Wight y las costas de Portsmouth con sus luces anaranjadas, llevábamos izado el spinnaker y navegábamos a diez nudos con mar plana. Un chubasco provocó un role a proa que nos obligó a izar el génova cuatro. Antes de que nos diera tiempo a trimar las velas, ya habíamos cruzado la línea de llegada. O quizás fue el cansancio mental de llevar un año viviendo prácticamente a bordo del barco –entonces se vivía en los barcos incluso en las estancias en puerto–, con jornadas de trabajo intensas tanto en tierra como en el mar. Creo que a bordo nadie era consciente de que cerrábamos un bucle de 28.000 millas.
Ahora, cuarenta años después de que me sorprendieran concediéndome el premio y abriéndome las puertas a la gran aventura, empiezo a ser consciente de la importancia de cruzar la línea de llegada. Pasas un año soñando con completar la travesía, con dejar atrás las jornadas de frío, el calor asfixiante, con la piel sembrada de erupciones por la humedad, harto de la ropa sudada y húmeda y exhausto por la falta de sueño. Había que cruzar la línea de llegada sin mirar atrás, porque la verdadera aventura estaba a punto de empezar: la aventura real en tierra, que se inicia a los 24 años, cuando has de decidir el rumbo que vas a tomar para ser una buena persona, con sueños, ambiciones y proyectos por realizar. Ahora sé que, en realidad, cruzaba la línea de salida.
Páginas por escribir. Hojas en blanco por rellenar. Y navegar las millas que me quedan, disfrutándolas como un gourmet, con buena compañía y en buenos barcos.
A los “terraplanistas” les invitaría a embarcarse, poner proa siempre hacia el sur y occidente y constatar, queridos, que se llega al mismo sitio tras arrumbar de nuevo hacia el norte. Si lo hacen desde Ushuaia, apenas han de bajar y subir. Siempre hacia el oeste. Eso sí, pasarán un poco de frío y algún posible mareo.
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