Navegamos porque nos gusta, nos pone en contacto con la naturaleza, nos desconecta de las obligaciones cotidianas, se hace deporte… Pero después de muchos años, nos percatamos de que lo hacemos por muchas más razones.Texto e ilustración de Isidro Martí
Y lo que es más importante, no sólo por qué navego, sino por qué todavía navego, después de más de 40 años de pisar cubiertas. Navego porque me gusta ponerme a prueba, porque hacer una regata de 150 millas en primavera es un reto físico y mental. Navego porque la meteorología es predecible pero todavía te puede sorprender, porque has de adecuar las habilidades de la tripulación y las características del barco a la misma. Una serie de datos plasmados en una pantalla se convierten en un viento real y unas olas que están allí, a la vuelta de la luz verde de la bocana del puerto. Navego porque hacerlo a vela es la auténtica esencia de la navegación, porque todavía me fascina salir de un lugar y llegar a otro sin consumir apenas combustibles fósiles. La navegación a vela es una mezcla de conocimientos prehistóricos con la más moderna de las tecnologías. Por un lado, está la propulsión de un trozo de trapo que transporta un flotador, y por otro el diseño, los materiales ultra ligeros, la informática, la navegación por satélite, y lo más fascinante, coordinar un equipo de personas que den lo mejor de sí mismos durante 24 horas, eso durante la navegación. En la fase de diseño, construcción del barco, velas y materiales, ha participado un equipo multidisciplinar de técnicos e ingenieros del máximo nivel. Navego porque me gusta concentrarme en el viento, sus roladas y cambios de intensidad. Las rachas de las brisas rizan diferentes tonos de azules en el espejo del agua. Disfruto con el sonido de la estela al correr contra el casco, cuando el barco arranca con unas velas bien trimadas y un timonel experto a la rueda.
LAS REGATAS A VELA
Me gusta hacer regatas porque te obliga a navegar a vela y sólo a vela, sean cuales sean las condiciones de viento y mar. Porque has de aprender constantemente sobre el trimado de las velas, a navegar con ola o sin ella, habituarte a la lectura constante de las roladas, al cambio de velas de proa, a la toma de rizos. Como dijo Dennis Conner, las regatas son un deporte en el que la pelota —el viento— es invisible para el espectador, por eso tiene poco éxito mediático. No se ve en la tele. Pero precisamente eso lo hace mágico para el regatista. El flujo del viento, su dirección e intensidad marcan el transcurso de la regata, y sólo los más rápidos e inteligentes lo leerán bien, a la vez que le sacarán todo el beneficio. Hay que entrenar mucho para mejorar. Las regatas son ideales para mantenerse en forma, para aprender más cosas que luego aplicaremos en la navegación de crucero. Y en la vida.
HASTA QUE CRUZAMOS LA LÍNEA DE LLEGADA
La regata no se acaba hasta que cruzamos la línea de llegada. Las similitudes entre la navegación y el transcurrir de la vida son tan parecidas que compararlas es un tópico. Muchos navegantes pensamos, en nuestra juventud, que tras haber sufrido grandes dificultades en el mar estaríamos preparados para cualquier contingencia en tierra. Nos equivocábamos. En tierra es mucho peor. Nada que ver. La mayoría de los problemas en tierra no se ven venir. Llegan a traición, por donde menos te los esperas. De las personas en quien más confías. En el mar los problemas son mucho más espectaculares –los temporales, por ejemplo-, pero mucho más nobles, no hay apenas margen para el engaño. Lo que está ocurriendo es lo que es, y no hay vuelta de hoja. Luego, cuando maduras, te das cuenta que navegar sí te ha servido de algo: a ser resistente, por ejemplo. A aplicar el curso intensivo de estoicismo que te ha brindado el mar. Una vez en el barco ya no podemos disponer de más ayuda humana y técnica de la que hay a bordo. Bueno, las comunicaciones han mejorado enormemente, pero el cirujano está en tierra, y ya no lo podemos embarcar a bordo.
VIAJAR ES NAVEGAR
Viajar es navegar, y la única manera real de navegar es a vela. Cuando emprendemos la ruta de la vida creemos que vamos en avión, o en tren, casi peor, en coche. Estamos convencidos que se cumplirá un horario exacto, con salidas y llegadas programadas, sin retrasos ni sorpresas Pero el verdadero viaje de la vida es a vela, adaptarse a las calmas, capear los temporales, navegar con el único barco del que disponemos: el nuestro. Virar las roladas, acertar el rumbo. Descansar cuando el tiempo lo permite y luchar hasta el último
aliento, exactamente cuándo se cruza la línea de llegada. Para navegar, o al menos para poder tener responsabilidades, hay que haber aprendido mucho, cogido experiencia. Haber pasado por diferentes escuelas, y cuando digo escuelas me refiero a barcos, grandes, pequeños, con diferentes patrones, compañeros, tripulantes expertos y aprendices esforzados.
LA RETIRADA
A veces, desgraciadamente, hay que tomar la decisión de retirarse. Una avería, el cansancio, unas condiciones que superan las capacidades del barco, de resistencia de materiales, de la propia tripulación. Es el momento de retirarse. A veces consiste en amollar las velas, para que la navegación sea más cómoda, y dirigirse al puerto más cercano. Otras, consistirá un cambiar el rumbo 180 grados, o poner el motor en marcha. Por lo que quedamos automáticamente descalificados. Pero por suerte todavía queda uno de los últimos y mejores placeres de la navegación: llegar a puerto, arranchar el barco, dar un merecido descanso a la tripulación y sentirse satisfecho de haber llegado sanos y salvos. Barco y personas. Me gusta navegar porque es la mejor manera de viajar, e incluso la retirada es un viaje. Los estoicos tenían sin duda razón.